La escopeta de caza. Yasushi Inoué.



Parece tópico incluir ésta o cualquier otra historia como parte de una genealogía del pecado, pero esta palabra es la rama de la que parte todo proceso destructivo asociado a la culpa. La religión, dicen algunos, ha hecho mucho daño a la literatura,  pero yo pienso que las historias parten de una creencia, de una fe que permite al escritor permanecer de pie frente a la verdad que crece en las páginas de su obra. La escopeta de caza de Yashushi Inoué (Anagrama) nos obliga a ir más allá de los tópicos a los que parece sometida esta narración epistolar. Con un ritmo que rasga la aparente calma de su prosa, caemos presa de una lectura tan perturbadora como hermosa. El lector que se cree a salvo de prejuicios, observa como cada una de las cuatro cartas que conforman esta breve novela, le hacen dudar de sus impresiones en cuanto al protagonista: Josuke Misugi y las tres mujeres que se atreven a darle caza. Recibir placer es un acto cargado de egoísmo que a la larga convierte al deseo en un recipiente dotado de una insólita capacidad de contención. Dentro de toda experiencia amorosa se estrechan raíces comunes, el deseo es parte de un síntoma que evidencia nuestra enfermedad.

Inoué ha sabido llevarnos al límite, mostrándonos aquello que no queremos ver, las habitaciones poco iluminadas del amor están cercadas por el asco, la culpa, la venganza y la resignación. Lo verdaderamente perturbador es que existe un reconocimiento constante en su lectura, una proyección atroz que nos lleva a identificar a sus protagonistas con personas reales de nuestro propio entorno. Pienso que este texto nos enfrenta a un mal que nos acecha, aunque pretendamos sentirnos contemporáneos al contemplar el pasado, lo cierto es, que como individuos, nos sabemos atrapados dentro del mismo proceso. Cuesta admitirlo, porque la necesidad de vivir algo único  es una obligación que lastra nuestra educación sentimental y la destruye.

Este texto crece de tal forma, que rompiendo las apariencias muestra los efectos devastadores del engaño. Nadie sale indemne, ni siquiera el lector, porque su sangre pasa a formar parte del mismo rastro que seguirían los perros de la culpa

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